El infierno fuimos nosotros
En El infierno fuimos nosotros, título del que me sirvo para rotular esta tribuna, el gran hispanista Bartolomé Bennasar, a modo de epílogo, dice que "hay que evitar contar dos veces los mismos muertos". Lo hace después de narrar que el 17 de septiembre de 1936, el denominado Tribunal Popular de Almería dictó sentencia contra 43 militares implicados en la sublevación del 18 de julio, que allí resultó frustrada. El fallo fue de 36 condenas a muerte, una cadena perpetua, cuatro absoluciones y dos sobreseimientos. El problema vino cuando llegado el momento de la ejecución de las penas impuestas, se comprobó que todos los condenados habían sido asesinados un mes antes en Cartagena.
Pues bien, aunque tan sabia recomendación iba dirigida a quienes, de forma interesada y parcial, según las simpatías de cada bando, venían haciendo sus propios cómputos de las víctimas de la Guerra Civil, quizá sirva también a los autores y patrocinadores del proyecto de la Ley de Memoria Democrática aprobado por el Gobierno en el último Consejo de Ministros y que en breve comenzará a discutirse en el Congreso de los Diputados. Independientemente de los problemas técnicos que la norma suscita, se trata de una iniciativa que, en el fondo y al igual que la anterior Ley de la Memoria Histórica –la 52/2007, de 26 de diciembre–, a lo que conduce es a reavivar, consciente o inconscientemente, un cainismo que creíamos superado desde la Transición, aquella obra política maestra que consistió en pasar de la dictadura a la democracia sin caer en el revanchismo ni enrojecer el paisaje.
Pregunto: ¿Por qué esa obstinación de que la España de hoy camine sobre las cenizas de la Guerra Civil? El calendario es una máquina que no se cansa jamás y el recuerdo de aquella carnicería no es la vida, sino su espejismo y, en consecuencia, una inservible herramienta política. Lo pasado, pasado está y de nada vale resucitar lo que ya es carne de archivo. Pretender rastrear en aquellos sucesos que bañaron a España en sangre y nos traumatizó a todos, me parece un síntoma grave, aunque más grave todavía resulta el diagnóstico. Mucho me temo que el problema rebase los cauces históricos y los jurídicos –errados, ambos, sin duda–, para entrar en los de una mentalidad que no acaba de madurar.
Estoy con quienes sufren la historia, noble expresión acuñada por Albert Camus, y me opongo a quienes quieren reescribirla a base de brochazos desdichados y aun delirantes. En algún momento debemos decir ¡basta!, aunque todavía haya algunos que, por desgracia, piensen que nunca corrió bastante dolor en el que rebozarnos. Si el tiempo sirve para algo, es para reflexionar, para mirar adelante con sensatez y buen deseo de acierto. En una palabra, para progresar. Allá los nostálgicos con ademanes justicieros, pero, ante la guerra, llámese civil o incivil, en una cabeza sana no cabe ningún otro sentimiento que no sea la desolación y la náusea, a partes iguales. Afortunadamente somos muchos los que nos negamos a participar en la agria locura de hacer memoria de aquella media España contra la otra media y propugnamos enterrar de una puñetera vez esa calamidad que acabó hace ahora 82 años.
Muerto Franco, también murieron el franquismo y el antifranquismo, aunque las recientes sugerencias y reticentes actitudes que comento quizá pudieran llevar a sostener lo contrario. Particularmente creo que se trata de meras apariencias y de algunas añoranzas, pero tampoco ignoro que la política no se mueve en el mundo de los espectros y que de la lucha contra los fantasmas a la caza de brujas no hay más que un paso. A estas alturas, enzarzarse en una discusión sobre qué se ha de enseñar de la Guerra Civil a los estudiantes de la ESO, en la revisión de sentencias dictadas por los tribunales franquistas, en la localización y apertura de fosas, en el cierre del Valle de los Caídos o en la retirada de los títulos nobiliarios concedidos entre 1948 y 1978, a lo único que contribuye es a reabrir llagas y a enconar viejos resentimientos. Diga lo que diga el señor Bolaños, ministro de la Presidencia, un desfile de reliquias no cabe en una sociedad que aspira a tener conciencia de su realidad cotidiana.
Hay algo, sin embargo, sobre lo que los españoles –no todos, pero sí los que vivimos, con más o menos años, en el franquismo– deberíamos, primero, meditar con sinceridad y, después, expresar sin miedo. Me refiero a que los 40 años de poder absoluto de Franco hicieron franquistas, o colorearon de franquismo, a la mayoría de los españoles de entonces. Entiéndaseme bien. No digo que todos o casi todos los españoles llegaran a ser partidarios del general Franco y adeptos a su régimen, pero sí que esos años de gobierno autoritario de Franco imprimieron sobre los españoles una huella de la que muy pocos pudieron escapar. Carlos Semprún Maura lo describe en sus memorias: "Cuando Carrillo en 1954 me envió clandestinamente a España me di cuenta de que la mayoría de los españoles eran franquistas". Los pueblos imitan siempre al que manda y en las cuatro décadas de gobierno autocrático, Franco marcó tan profundamente a los españoles que hasta los antifranquistas parecían franquistas e incluso siguieron pareciéndolo tras su muerte.
Es hora ya de borrar esas tres palabras amargas: Guerra Civil Española. Yo hace muchos años que las tengo suprimidas de mi vocabulario y de mi pensamiento. Nuestra guerra civil fue una enfermedad, más bien, una epidemia, cuyo recuerdo no alimenta sino que debilita. Neguémonos a reescribir las páginas de aquel tiempo enloquecido en el que los españoles, rojos y nacionales, se mataron entre sí vilmente y con las técnicas más dispares y disparatadas. El olvido, pasado ya un más que prudente plazo, puede que sea la terapia más recomendable. No se trata de volver la espalda a la Historia, sino de asumirla y digerirla consciente y serenamente. En política quien mira para atrás y a destiempo acaba convirtiéndose en estatua de sal, como la mujer de Lot. Lo malo de cierto sector de la izquierda, afortunadamente minoritario, es la propensión a exhumar cadáveres y el gusto por excitar las pasiones más vanas. Es verdad que al ser humano le encanta aplastar la ira propia sobre cabeza ajena, pero alimentar el ánimo de venganza es tan insensato como estúpido. Esto sin tener en cuenta que habría gente que, por los mismos motivos, podría pedir la revisión de los juicios sumarísimos celebrados ante tribunales republicanos que mandaron al paredón a miles de monárquicos y falangistas, o de los que montaron los comunistas para eliminar a sus rivales anarquistas.
En fin. Lo dijo Camilo José Cela: lo malo no son los muertos en las fosas, sino los vivos paseándose con los cadáveres a cuestas o debajo del brazo.
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