Desde los acantilados, la niña mira al infinito Desde los acantilados, la niña cierra los ojos Y aspira voluptuosa la brisa del mar Y deja que el oleaje se estrelle contra las rocas Y que la espuma salpique y moje su cara La niña vive en el Mar Pasea por la playa Corre, ríe solitaria Mira el sol morir en el horizonte marino Siente su alma teñirse de púrpura y cinabrio Y espera que la noche la vista de frío
Inmensas hileras de personas confluian camino del faro.
Cual grises regueros de hormigas abotagardas, las gentes iban, unos tras otros, en trágica peregrinación maquillada de risa huera y charla de plástico descolorido, de flores viejas en cementerio perdido.
La ridícula romería, con ropas de verano, caminaba hacia el faro.
Las polillas daban vueltas en torno a la luz de las farolas, los grillos cantaban bajo las ruedas de los coches, las gaviotas picoteaban un gato muerto, y la procesión seguía su curso.
Era un enorme gusano ajeno a todo.
Llegados al faro, el camino se interrumpía abruptamente. Más allá, el farallón rocoso y su negrura insondable.
La gente siguió marchando.
Uno a uno se precipitaban por el acantilado; sus cuerpos se iban despedazando progresivamente al ir golpeándose con las afiladas aristas donde rompían las olas, allá abajo.
Nadie parecía darse cuenta, pues proseguían su charla, amparados en su careta de carne y su rictus como de felicidad.
Seguían hablando mientras caían, casi el centenar de metros.
Alguno incluso, reía el chiste contado un par de segundos antes por cualquier acompañante desconocido, con gorra de béisbol y pelo mojado con colonia barata y sudor vespertino.
Hasta que todo él se desparramaba en brutal impacto contra el granito y el basalto esquinado.
Y esa grotesca catarata de seres humanos proyectados al vacío, despeñados en las rompientes, deshechos en mil pedazos, siguió cayendo toda la noche.